martes, 30 de octubre de 2007

Más de 480 horas después

Aunque reconozco que mi falta clama al cielo, debo alegar que más de 20 días de ausencia de actualizaciones en este blog no están completamente injustificados. Más de 20 días, en cambio, ofrecen material suficiente como para llenar decenas de páginas de reflexiones y vivencias, que no son otra cosa que las piedras con las que vamos llenando la mochila de la experiencia.

Vivir un Erasmus (o una, como dicen algunos, refiriéndose a la omisión de la palabra Beca), y por si quedaba alguna duda, no es ningún suplicio. Lógicamente, todos y cada uno de los que estamos aquí -y en todos y cada uno de los destinos Erasmus- estamos -están- por propia voluntad, disfrutando del enorme privilegio de estudiar una carrera universitaria en un país extranjero y gozando de unas facilidades de las que carecen los estudiantes autóctonos.

Somos, por tanto, una generación de hijos de la sociedad de bienestar que tiene la posibilidad impagable de hacer realidad lo que era un sueño para nuestros padres. Esos mismos padres que en algunos casos debían emigrar para trabajar y aquello de estudiar les quedaba muy, muy lejos.
Somos conscientes de eso.
Somos conscientes, también, de que fuera de esta burbuja de emancipación posadolescente y preadulta, fuera, siguen ocurriendo las mismas barbaridades que ocurrían antes (e incluso algunos, como es el caso de los turcos-Erasmus, la conocen de primera mano a través del teléfono) y el mundo no se restringe a los márgenes de la vida universitaria.

Y sin embargo, a pesar de todo, es inevitable, de vez en cuando, sumergirse en una piscina de egoísmo, y tener malos momentos. Momentos de nostalgia, de melancolía, de desubicación, y a veces de frustración. Vivir así supone una multiplicación exponencial de sentimientos y emociones, que explotan con el mínimo contacto y que precisan del consuelo inmediato de las únicas personas que te conocen bien, y que paradójicamente, apenas te conocen de unos pocos días.
Y es que aquí, más de 20 días son más de 480 horas de vida en común con aquellos que son tus semejantes, sean de la nacionalidad que sean, y donde todo reacciona siempre de un modo muy intenso. En general, los conceptos de vida social y relación directamente se transforman en convivencia y amistad. Menos deseable y poco comúnmente, a distanciamiento e incluso a un irreparable desdén; y en los mejores, a una auténtica y sólida sensación de fraternidad.

20 días son suficientes para que esto ocurra, pero no bastantes para darse cuenta y asumirlo. En el fondo, y aunque nos pese admitirlo, somos niños aprendiendo a ser adultos en un curso acelerado y anómalo.
Somos unos privilegiados, sí, pero humanos al fin y al cabo.

sábado, 6 de octubre de 2007

Homo Erasmus

El día que siguió a aquella noche fatídica, afortunadamente, no tuvo nada que ver. 5 horas de sueño a la espalda no fueron óbice para levantarse temprano con la ilusión y el entusiasmo suficiente como para buscar un piso que nos albergara durante los próximos nueve meses.
De esta forma, recorrer en sentido inverso esa arteria principal de Salerno que se llama Corso Vittorio Emmanuelle -junto con Giusseppe Garibaldi, dos nombres que por su significado histórico para los italianos, se repiten en todas las ciudades- sin arrastrar maletas lo advertimos como una delicia, como un camino que sabíamos que íbamos a convertir en un itinerario habitual y del que sería casi imposible desplazar de nuestra memoria.
Una vez llegamos a la estación de autobuses, asimilamos una política de transportes públicos diferente a la que conocíamos en Madrid. Nuestra primera novatada fue perder un autobus después de haber subido y pretendido comprarle un billete al conductor que se escondía detrás de una enorme mampara de cristal.
Pardillos.
Aquí se compran antes y luego se convalidan en una máquina que falla más que una escopeta de feria. Seguro que vuestra primera reacción en este momento es: "no os vais a gastar un duro en transporte."
Error.
Aquí los revisores están en cualquier lado, acechando, agrupados en tríos, para intentar poner el mayor número de multas posibles. Es su trabajo, y lo hacen con premura, sin piedad y con muchísima pasión.
Tras un viaje tortuoso atravesando la carretera que lleva desde la ciudad de Salerno a la vecina de Fisciano, donde se encuentra la universidad, llegamos por fin a la oficina de relaciones internacionales donde debíamos tramitar todo aquella burocracía que nos convertiría en estudiantes Erasmus. A partir de este momento, no había vuelta atrás, y eso nos daba una embriagadora sensación de vértigo, que por supuesto, nos gustaba.
Una vez cumplidos los trámites, conocimos a nuestros primeros amigos italianos. Unos jóvenes estudiantes universitarios que colaboran gratuitamente con una asociación que facilita a los estudiantes europeos la estancia en las ciudades de acogida. Un trabajo que, irónicamente, no siempre les es valorado.
No fue nuestro caso, pues no sólo nos ayudaron a encontrar la casa desde la que ahora mismo escribo, sino que además se convirtieron en pocas horas en nuestros mejores amigos, con los que contamos cada noche de fiesta y con los que nos paramos a hablar cuando nos los cruzamos por las calles de la ciudad universitaria.
No es un anomalía, es el comportamiento habitual del homo Erasmus, un rol que se adquiere inmediatamente y que dota de un increíble sentido de la extraversión y facilita enormemente la empatía. Un fenómeno psico-sociológico que merecería ser estudiado, desde luego.