viernes, 16 de noviembre de 2007

El triángulo negro

En estos días a Italia se le remueve la conciencia, y desde muchos foros se intenta dar explicación al por qué de esta situación. Una situación que lamentablemente no es muy diferente a la que se vive en España. Aquí publico mi traducción de una denuncia escrita y firmada por un grupo de intelectuales italianos y apoyada -por el momento- por casi 2000 ciudadanos anónimos que ha sido publicada en varias páginas web italianas.

EL TRIÁNGULO NEGRO
VIOLENCIA, PROPAGANDA Y DEPORTACIONES.
UN MANIFIESTO DE ESCRITORES, ARTISTAS E INTELECTUALES CONTRA LA VIOLENCIA HACIA LOS GITANOS, LOS RUMANOS Y LAS MUJERES.
La historia reciente de este país es una sucesión de campañas de alarma, cada vez más próximas entre sí y siempre envueltas de ruido. Las campanas suenan a martillo, las palabras de los demagogos alimentan los incendios, una nación con los nervios a flor de piel responde a cada estímulo creando “emergencias” y señalado a chivos expiatorios.
Una mujer ha sido violentada y asesinada en Roma. El homicida es seguramente un hombre, quizá un rumano. Rumana es la mujer que, metiéndose en la calle para intentar frenar a un autobús, ha intentado salvar la vida de esa mujer asesinada.
El odioso crimen conmociona a Italia, el gesto de altruismo se queda escondido.
El día anterior a este crimen, también en Roma, una mujer rumana fue violentada hasta que un hombre acabó con su vida.
¿Son dos víctimas con la misma dignidad?
No, de la segunda no se sabe nada, nada se ha publicado en los periódicos; de la primera se debe saber que es italiana y que el asesino no es un hombre, sino un rumano o un gitano.
Tres días después, de nuevo en Roma, bandas de encapuchados atacan con barras de hierro y cuchillos a un grupo de rumanos a la salida de un supermercado, hiriendo a cuatro de ellos. Ningún cronista ha estado al lado de la cama de esos heridos, que permanecen ocultos, en el anonimato, sin historia y sin humanidad. De sus condiciones, nada más se ha dado a conocer.
¿Y después? Odio y sospecha alimentan las generalizaciones: todos los rumanos son gitanos, todos los gitanos son ladrones y asesinos, todos los ladrones y asesinos deben ser expulsados de Italia. Políticos viejos y jóvenes, de derecha y de izquierda compiten por ver quién grita más fuerte denunciando la emergencia. Emergencia que, recurriendo a los datos que se encuentran en la Estadística de Criminalidad entre los años 1993 y 2006, no existe: homicidios y delitos están hoy en los niveles más bajos de los últimos veinte años, mientras ha habido un fuerte crecimiento entre los crímenes cometidos en los hogares o por razones pasionales. Según los datos de Eures-Ansa 2005 sobre el homicidio en Italia y las indagaciones del Istat 2007 dicen que uno de cada cuatro homicidios sucede en los hogares; siete de cada diez veces, la víctima es una mujer; más de un tercio de las mujeres entre los 16 y los 70 años ha sufrido violencia física o sexual a lo largo de su vida, y el responsable de la agresión o de la violación es, siete de cada diez veces, el marido o el compañero sentimental: la familia mata más que la mafia y la calles son, a menudo, mucho menos peligrosas que los dormitorios.
En el verano de 2006, cuando Hina -una pakistaní de veinte años- fue asesinada por su padre y sus familiares, los políticos y los medios de comunicación pusieron todo su esfuerzo en establecer una comparación entre culturas. Afirmaban que la occidental -y la italiana en particular- había evolucionado felizmente en cuanto a lo que se refiere a los derechos de las mujeres. Falso: la violencia contra las mujeres no es el brutal patrimonio de otras culturas, sino que crece y florece en la nuestra, cada día, en la construcción y la multiplicación de un modelo femenino que privilegia el aspecto físico y la disponibilidad sexual la vende como una conquista social.
De frente, como testimonia el recentísimo informe del World Economic Forum, en lo que se refiere a la paridad femenina en el trabajo, en la salud, en las expectativas de vida, en la influencia política, Italia está situada en el número 84, última entre los países de la Unión Europea.
Rumania, en cambio, en el puesto 47.
Si estos son los hechos, ¿que está sucediendo?
Sucede que es más fácil agitar un miedo colectivo (hoy los rumanos, ayer los musulmanes, y un poco antes, los albaneses) que poner empeño en conocer las verdaderas causas del pánico y la inseguridad sociales provocados por los procesos de globalización.
Sucede que es más fácil -y recompensa de manera más pronta sobre el plano del consenso visceral- gritar al lobo y pedir expulsiones, antes que utilizar las directivas europeas (como la 43/2000) sobre el derecho a la asistencia sanitaria, al trabajo y al alojamiento de los inmigrantes.
Sucede que es más fácil enviar a las excavadoras a privar a unos seres humanos de sus propias míseras casas que combatir el “trabajo negro” [empleos sin contrato].
Sucede que bajo el tapete de la ecuación rumanos-delincuencia, se esconde el polvo de la explotación feroz del pueblo rumano. Explotación en las canteras, donde cada día un operario rumano es víctima de un “homicidio blanco” [muertes provocadas por las carencias de seguridad en el trabajo].
Explotación en las calles, donde 30000 mujeres rumanas están condenadas a prostituirse, siendo la mitad de ellas menores de edad, y que son cedidas a la mala vida organizada por italianísimos clientes (cada año nueve millones de italianos compran un coito de esclavas extranjeras: una forma de violencia sexual que está bajo los ojos de todos pero pocos quieren ver).
Explotación en Rumanía, donde emprendedores italianos -después de haber deslocalizado y creado desocupación en Italia- pagan salarios ridículos a sus empleados.
Sucede que demasiados ministros, sindicalistas y juglares convertidos en representantes del pueblo, juegan a los aprendices de chamanes para disfrutar de un cuarto de hora de popularidad. No se preguntan que ocurrirá mañana, cuando los odios dejados en el terreno comiencen a fermentar, envenenando las raíces de nuestra convivencia y estimulando a ese microfascismo que está dentro de nosotros y nos hace desear el poder y admirar a los poderosos. Un microfascismo que se explica con palabras y gestos rencorosos mientras ya resuenan -nada lejos, ni mucho menos- las pisadas de las botas militares y las voces de las armas de fuego.
Sucede que se está experimentando la construcción del enemigo absoluto, como con los judíos y los gitanos bajo el fascismo nazi, como con los armenios en la Turquía de 1915, como con los serbios, croatas y bosniacos recíprocamente en la antigua Yugoslavia en los años 90; en nombre de una política que promete seguridad a cambio de renunciar a los principios de libertad, dignidad y civilidad, y que ofrece una indistinguible responsabilidad individual y colectiva, efectos y causas, males y remedios, que invoca a un gobierno fuerte y que pide a los ciudadanos que sean súbditos obedientes.
Solamente falta que alguien desempolve del desván de la intolerancia el triángulo negro de los asociales: la mancha de la infamia que los nazis cosían en las ropas de los gitanos.
Y no parece que sea la última etapa, por ahora, de una prolongada guerra contra los pobres. De frente a todo esto no podemos mantenernos indiferentes.
No nos pertenecen el silencio, la renuncia al derecho de crítica ni la interrupción de la inteligencia y de la razón.
Delitos individuales no justifican castigos colectivos.
Ser rumano o gitano no es una forma de “concurso moral”.
No existen razas, y mucho menos razas culpables o inocentes.
Ningún pueblo es ilegal.
Texto original en italiano:

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